En 1883, Monseñor Bracq Obispo de Gante, dio a
la Congregación el nombre de “Hermanas Franciscanas de Gante”, les
prescribió las Santas Constituciones en la forma como hasta hoy se observan y las puso bajo la protección especial
de San Francisco de Asís.
¿Quién no ha sentido nombrarlo alguna vez o
no lo ha reconocido en alguna estampa o
imagen? ¿Quién no ha visto a muchas instituciones identificarse con su nombre?
Muchos conocen de su vida y la Oración Instrumentos de tu Paz que dudosamente
se le atribuye, ha recorrido el mundo durante siglos.
Su biografía la podemos encontrar fácilmente, tal vez para ubicar su época podría decir que el fundador de la Orden Franciscana, nació en Asís, en la Umbría en 1181 o 1882, no se tiene un dato exacto. Allí mismo murió, el 3 de Octubre de 1226; pero seguramente lo más importante es consignar la esencia de su mensaje, y para ello voy a recurrir a dos Franciscanos que se ocuparon de estudiar y escribir sobre su vida y su espiritualidad.
Un día leyendo uno de los Cuadernos
Franciscanos, Chile, 1989 Nº 86, encontré un escrito de Urbano Plentz, ofm donde hace
una semblanza de San Francisco que no puedo dejar de compartir, por eso
transcribo en apretado resumen, algunas ideas extraídas de ese texto.
“Es el
santo, incómodamente próximo a nosotros en su manera tan humana de ser; y es el
hombre tan increíblemente lejano de nosotros en su santidad provocadora y profética. Es el santo que provoca la
admiración y es el hombre que obliga a la imitación. Y todo eso
armónicamente integrado en un hombrecito tan pequeño e insignificante, que
nunca pisó una universidad para hacer estudios, pero que se tornó materia de
estudios en muchas universidades actuales. Francisco, que nunca aceptó ser
identificado con algo que fuese grande o importante, pero que hoy es
considerado como uno de los mayores santos de la historia, uno de los mayores
genios de la poesía universal y el mayor profeta de todos los tiempos en la
predicación del Evangelio y, principalmente, del “mandamiento nuevo de Cristo”,
o sea, del amor a todos los hombres, y a todas las criaturas del universo
cósmico.
Ese
hombrecito, tan común y simple, y al mismo tiempo tan extraordinario y
diferente, que encanta y cautiva, a lo largo de ocho siglos, a la humanidad
entera. Personas simples y analfabetas, así como los sabios y los grandes
genios de la humanidad, todos se paran delante del Pobre de Asís. Unos le piden
una gracia o un favor, otros intentan descubrir su maravilloso secreto para
vivir. Católicos y protestantes, hombres de fe y ateos, científicos y teólogos,
materialistas y místicos, todos sienten una extraña fuerza que los atrae hacia
ese hombre diferente. Es una fuerza que todos sienten, pero que pocos saben
explicar. Es una influencia que muchos perciben, pero que pocos llegan a
imitar.
San
Francisco no era el tipo para organizar un tratado metódico sobre un
determinado asunto. No era el hombre de la ciencia, sino de la sabiduría de
vida. No codificó conocimientos, sino
que vivió intensamente el Evangelio, en su seguimiento radical de Cristo.
Pero
sus vivencias fueron, al mismo tiempo, tan profundas y transparentes, que entre
sus seguidores surgieron quienes fueron sistematizando las líneas de fuerza de
la vida del fundador. Apareció así una
de las más bellas filosofías de vida, que comenzó a ser llamada de “Vida
Franciscana” o “Visión Franciscana de la Vida”.
PLENTZ, Urbano, ofm. San Francisco y la
naturaleza. Cuadernos Franciscanos, Chile, 1989 Nº 86.
Esta
Filosofía de Vida la podemos descubrir si hurgamos en los muchos escritos
dejados, fruto
de sus relaciones con las órdenes fundadas por él (reglas, cartas y
exhortaciones), de sus ansias de apostolado (cartas encíclicas) y de su piedad
y devoción incontenible (alabanzas y oraciones). Algunos fueron escritas por él
mismo, otros por su fiel secretario fray León, bajo su dictado. Juntos forman
una documentación imprescindible para conocer mejor su vida, pensamiento y
espiritualidad.
Otro Franciscano, Pascual Robinson, también describe en forma cautivante la vida de San Francisco en una de sus obras y por ende su pensamiento y espiritualidad. David Robinson nació en Irlanda el 26 de abril de 1870, se crió en los Estados Unidos y murió el 27 de agosto de 1948. Robinson, hijo de un periodista, comenzó su carrera cuando era adolescente en ese mismo ámbito. Se convirtió en un Franciscano en agosto de 1896 y fue enviado para estudiar en Roma, bajo su nuevo nombre, Pascual. Se ordenó sacerdote en 1901. En 1902 recibió el Grado de Doctor en Sagrada Teología y comenzó a enseña. Su primer libro, El Real de San Francisco lo publicó en 1903, Algunas páginas de la historia franciscana en 1905, Los Escritos de San Francisco en 1906 y La vida de Santa Clara en 1910. Fue editor asociado de la Archivum Franciscanum Historicum y contribuyó a la Enciclopedia Católica. En 1914 se le conocía como "uno de los historiadores vivos más importantes de la Edad Media".
“Pocos
santos han exhalado el "buen aroma de Cristo" con tanta intensidad
como él. En Francisco había, además, una caballerosidad y una poesía que
daba a su extramundaneidad un cierto encanto romántico y una singular belleza.
Otros santos fueron percibidos en vida como enteramente muertos al mundo,
mientras que Francisco estuvo siempre en contacto con el espíritu de su época.
Se deleitaba con las canciones provenzales, se regocijaba ante la recién
adquirida libertad de su ciudad, y sentía un cariño especial por lo que Dante
llama el agradable sonido de su amada tierra. El exquisito elemento humano que
era parte del carácter de Francisco era la clave de su simpatía cautivadora.
Ella puede ser llamada su don característico. Como dice un antiguo cronista, en su corazón encontraba refugio todo el mundo. De modo especial el pobre, el enfermo, el
que había caído, constituían el objeto de su solicitud. Teniendo como tenía
Francisco, nulo interés en los juicios del mundo sobre él, siempre fue muy
cuidadoso de mostrar respeto por las opiniones de todos y de no ofender a
nadie. De ahí que siempre advertía a sus frailes de utilizar mesas baratas,
para que "si algún mendigo hubiese de sentarse junto a ellos pudiera
sentir que estaba entre iguales y no sintiese vergüenza por su pobreza".
La devoción de Francisco por consolar a los
afligidos lo hicieron
tan condescendiente que no tenía temor de morar con los leprosos en sus sucios
lazaretos y de comer con ellos en el mismo plato. Pero, sobre todo, era su trato con aquellos que erraban lo
que revelaba el verdadero espíritu cristiano de su caridad. "Más santo
que cualquier santo" escribe Celano, "entre los pecadores era uno de
ellos". En una carta a cierto ministro de la orden, dice Francisco:
"Si hubiera un hermano en el mundo que hubiese pecado, sin importar qué
grande haya sido su culpa, no permitas que se vaya, después de haber visto tu
rostro, sin mostrarle piedad. Y si él no busca misericordia, pregúntale si no
la desea. Por eso conoceré si tú me amas a mí y a Dios". Según la noción
medieval de justicia el malhechor estaba más allá de la ley y no había
necesidad de serle fiel. De acuerdo a
Francisco no sólo se debía ser justo aún con los malhechores, sino que la
justicia debía ser precedida por la cortesía como por un heraldo. La cortesía, indudablemente, en el concepto
del santo, es la hermana menor de la
caridad y una de las cualidades del
mismo Dios, quien "por su cortesía", según declara, "da su sol y su lluvia al justo y al injusto". Francisco siempre trató de inculcar este hábito de cortesía entre sus
discípulos. Escribe: "Quienquiera que venga a nosotros, sea amigo o
enemigo, ladrón o bandido, debe ser recibido amablemente", y la fiesta que
preparó para el bandido hambriento en el bosque del Monte Casale bastan para
mostrar que "él actuaba como
enseñaba". Incluso los animales
encontraban en Francisco un amigo
tierno y un protector. Lo encontramos arguyendo con la gente de Gubbio para
que alimentara al fiero lobo que había devastado sus rebaños porque era "a
causa del hambre" que el "Hermano Lobo" había hecho ese daño.
Las primeras leyendas nos han legado una imagen idílica de cómo las bestias y
las aves por igual, susceptibles al encanto de la gentileza de Francisco,
entablaban amable compañía con él; cómo la liebre perseguida buscaba atraer su
atención; cómo las abejas medio congeladas se arrastraban hacia él en el
invierno para que las alimentara; cómo el halcón salvaje revoloteaba a su
alrededor; cómo la cigarra le cantaba a él con dulce contento en la huerta de
encinas en las Carceri, y cómo sus "pequeñas hermanas aves"
escucharon tan devotamente su sermón a la orilla del camino cerca de Bevagna
que Francisco se amonestó a si mismo por no haber pensado antes en predicarles.
El amor de Francisco por la naturaleza
también aparece patentemente en el mundo
en el que él vivía. Le encantaba comunicarse con las flores silvestres, la
fuente cristalina, el amistoso fuego y saludar al sol cuando se levantaba sobre
los bellos valles de Umbría.
Igualmente atractiva que su ilimitado sentido de compañerismo era la sinceridad abierta y la simplicidad sin sofisticación de Francisco. "Queridos míos", comenzó una vez un sermón luego de una severa enfermedad, "debo confesar a Dios y a ustedes que durante la Cuaresma pasada he comido pastelillos hechos con manteca". Y cuando un guardián insistió que Francisco llevara una piel de zorra bajo su raída túnica para calentarse, el santo accedió con la condición de que otra piel del mismo tamaño fuera cosida en la parte exterior. Pues era para él de primera importancia no esconder de los hombres lo que era conocido para Dios. "Lo que un hombre es a la vista de Dios", gustaba de repetir, "es todo lo que es y nada más"- dicho que pasó a la "Imitación" y que ha sido citado frecuentemente. Otra característica atractiva de Francisco que inspira el más profundo afecto fue su inquebrantable rectitud de propósito e incesante búsqueda de un ideal. "Su más ardiente deseo durante su vida", escribe Celano, "fue buscar siempre entre sabios y sencillos, perfectos e imperfectos, los medios para caminar la senda de la verdad". Para Francisco, la más verdadera de las verdades era el amor. De ahí su hondo sentido de responsabilidad personal hacia sus amigos. El amor de Cristo, y de éste crucificado, permearon toda la vida y el carácter de Francisco, y él puso su principal esperanza de redención y superación para la humanidad sufriente en la imitación literal de su Divino Maestro. El santo imitó el ejemplo de Cristo tan literalmente como estuvo a su alcance; descalzo y en total pobreza proclamó el reino del amor. Esa heroica imitación de la pobreza de Cristo fue quizás la marca distintiva de la vocación de Francisco, y fue él sin duda, en palabras de Bossuet, el amador más ardiente, más entusiasta y desesperado de la pobreza que el mundo haya visto. Lo que más odiaba Francisco después del dinero fue la discordia y la división. La paz, por lo tanto, se convirtió en su palabra clave. La patética reconciliación que logró en sus últimos días entre el obispo y el potestado de Asís es sólo un ejemplo entre muchos de su fuerza para apaciguar las tormentas de la pasión y restaurar la tranquilidad a los corazones destrozados por las pugnas civiles. El deber de un siervo de Dios, declaró Francisco, era levantar los corazones de los hombres y llevarlos a la alegría espiritual. A ello se debía que el santo y sus seguidores se dirigían a la gente no "desde las bancas de los monasterios o con la cuidadosa irresponsabilidad del estudiante enclaustrado", sino que "vivían entre ellos y batallaban con los males del sistema bajo el que la gente gemía". Trabajaban a cambio de su paga, realizando las faenas más humildes e insignificantes, hablando a los pobres con palabras de esperanza que el mundo no había escuchado en mucho tiempo. Así fue como Francisco echó un puente sobre la brecha que separaba al clero aristocrático y el pueblo común, y aunque no enseñó doctrina novedosa alguna, de tal modo volvió a popularizar la que había sido dada en el monte que el Evangelio tomó nueva vida y exigió un nuevo tipo de amor.
Tales son, en forma muy resumida, algunas de las más sobresalientes características que hacen de la figura de Francisco algo tan cautivador que todo tipo de personas se siente atraído a él con un sentimiento de apego personal. Pocos, sin embargo, de entre los que sienten el encanto de la personalidad de Francisco, pueden seguir al santo a su solitaria altura de comunión con Dios. Pues a pesar de ser un atractivo "juglar de Dios", Francisco era también un místico profundo en el sentido más auténtico de la palabra. El mundo todo era para él una escala luminosa, por cuyos escalones él ascendió hasta la contemplación de Dios. Es erróneo, sin embargo, describir a Francisco como viviendo en "una altura en la que el dogma deja de existir", y aún más lejano de la verdad es representar la línea de su enseñanza como una en la que la ortodoxia era sujeta al "humanitarianismo". La menor de las pesquisas respecto a la fe religiosa de Francisco basta para mostrar que ella abarca la totalidad del dogma católico, ni más ni menos. Si los sermones del santo eran más morales que doctrinales se debía a que él hablaba para satisfacer las exigencias de su tiempo y aquellos a quienes hablaba no se habían desviado del dogma; eran más "escuchantes" que "realizadores" de la Palabra. Fue por eso que Francisco dejó de lado los asuntos más teoréticos y volvió al Evangelio.
También, ver en Francisco al amante amigo de todas las creaturas de Dios, al alegre cantor de la naturaleza, es pasar por alto totalmente el aspecto de su trabajo que explica todo lo demás- su lado sobrenatural. Pocas vidas han estado tan imbuidas de lo sobrenatural, como admite el mismo Renan. No hay otro lugar, quizás, donde podamos encontrar una mirada más aguda sobre el mundo interior del espíritu y, sin embargo, tan entremezclados están en Francisco lo sobrenatural con lo natural, que hasta su mismo ascetismo lo revestía a veces de romance, como lo atestigua su galanteo a la Dama Pobreza, en un sentido que llegó a dejar de ser figurativo. La imaginación particularmente viva de Francisco estaba impregnada de las imágenes de la chanson de geste, y debido a esa tendencia tan marcada al dramatismo, se deleitaba en acomodar su acción a su pensamiento. Del mismo modo, la naturaleza pintoresca del santo lo llevó a unir la religión y la naturaleza. Él halló en todas las creaturas, por más trivial que pareciesen, algún reflejo de la perfección divina, y se deleitaba en admirar en ellas la belleza, la fuerza, la sabiduría y la bondad de su Creador. De ese modo llegó a descubrir sermones aún en las piedras, y bondad en todo. Más aún, la naturaleza simple y hasta infantil de Francisco se afianzaba en la idea de que si todo sale del mismo Padre, entonces todos son parte de la misma familia. De ahí procede su costumbre de hermanarse con toda clase de objetos animados e inanimados. La personificación, por tanto, de los elementos del "Cántico del Sol" es mucho más de una figura literaria. El amor de Francisco por las creaturas no era simplemente el resultado de una naturaleza débil o de una disposición sentimental. Salía más bien de ese sentido profundo y permanente de la presencia de Dios, que subrayaba cada cosa que decía o hacía.
El regocijo habitual de Francisco no era el de una naturaleza irresponsable, ni la de alguien a quien no hubiera tocado el dolor. Nadie fue testigo de las batallas internas de Francisco, de sus prolongadas agonías de lágrimas, o su secreta lucha en la oración. Y si lo encontramos haciendo pantomimas de música, moviendo un par de varitas para imitar un violín y así dar rienda suelta a su alegría, también lo encontramos con el corazón adolorido por el peso de las disensiones en la orden que amenazaban con hacer encallar su ideal. Ni tampoco le faltaron alguna vez al santo tentaciones u otros malestares. La levedad de Francisco tenía su fuente en su total abandono de todo lo presente y pasajero, en la que había encontrado la libertad interior de los hijos de Dios; tomaba su fuerza de su íntima unión con Jesús en la Santísima Comunión. El misterio de la Santa Eucaristía, siendo una extensión de la Pasión, ocupaba un lugar preponderante en la vida de Francisco, y nada tenía tanta importancia en su corazón como lo que se relacionara con el culto al Santísimo Sacramento. De ahí que no sólo escuchamos a Francisco exhortando al clero para que muestre respeto a todo lo que esté conectado con el Sacrificio de la Misa, sino que lo vemos barriendo iglesias pobres, buscando vasos sagrados para ellas y proveyéndolas de pan para el altar hecho por él mismo. Tan grande era la reverencia de Francisco por el sacerdocio, a causa de su relación con el Adorable Sacramento, que en su humildad él nunca se atrevió a aspirar a esa dignidad. La humildad fue, sin duda, la virtud dominante del santo. Aunque era el ídolo de una devoción entusiasta, él nunca se consideró sino el menor de todos. Igualmente admirable en Francisco fue su obediencia pronta y dócil a la voz de la gracia en su interior, aún en los primeros días cuando su ambición aún no estaba bien definida y su espíritu de interpretación no era tan certero. Más adelante, contando con una conciencia tan clara de su misión como la que pudo haber tenido cualquier profeta, se sometió incondicionalmente a lo que constituía la autoridad eclesiástica.
Así, sin conflicto ni cisma, el Pequeño Hombre de Dios de Asís se convirtió en el medio de renovar la juventud de la Iglesia y de iniciar el movimiento religioso más potente y popular dsde el inicio del cristianismo. Sin duda que su movimiento tuvo un lado social así como tuvo uno religioso. Es ya un dato de la historia el que la Tercera Orden de San Francisco tuvo mucho que ver con la recristianización de la Europa medieval. Sin embargo, el propósito último de Francisco era religioso. Reanimar el amor de Dios y reanimar la vida del espíritu en los corazones de los hombres, tal era su misión. Pero porque Francisco buscó primero el Reino de Dios y su justicia, muchas otras cosas le fueron dadas. Y su exquisito espíritu franciscano, como se le llama, al ser transmitido al amplio mundo, se convirtió en una fuente inagotable de inspiración." - ROBINSON, Pascual "Los Escritos de San Francisco"- Filadelfia 1906. Traducción de Javier Algara Cossio.
Durante mi vida docente: amor fraterno, paz, pobreza y amor por la naturaleza más que palabras presentes en el lenguaje cotidiano, fueron los pilares donde apoyarnos y fundamentar nuestro accionar. Algunas con más presencia en nuestras vidas que otras por el simple hecho del objetivo de nuestro caminar por el Instituto, pero no por eso menos presentes las demás, como sustento de la filosofía de vida propuesta por San Francisco y a las que las Hermanas de la Congregación adhirieron desde su nacimiento e incorporaron al Ideario de todos los Centros Educativos donde se establecieron y siguen entregando sus esfuerzos y su trabajo.
Los que ya no transitamos por sus galerías,
por algo… buscamos reunirnos en el Colegio al menos una vez al año para el día
de profesor; por algo… cuando traspasamos la reja sentimos que allí sigue
estando nuestro lugar; por algo… nuestra mirada del entorno cambia cuando la
posamos sobre sus muros; por algo… volvemos con alegría cuando nos convocan
para compartir alguna actividad especial; por algo… tenemos recuerdos tan vivos y
queridos de nuestra permanencia allí; por algo… el Instituto sigue presente en
nuestras vidas.
María
Adela Pon
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